Nos han hecho creer que todo debe llevarnos a alguna parte. Pero ¿qué pasa si escribir no es un medio para llegar a otro lugar, sino el lugar en sí?
La escritura, cuando se convierte en un medio, deja de ser honesta. Empieza a parecerse a una competencia o a un escaparate: se escribe para agradar, para impresionar, para cumplir expectativas. Se vuelve estrategia, cálculo, y pierde la vulnerabilidad que la vuelve real. Entonces el proceso se transforma en una carrera ansiosa hacia un destino externo e intangible, en una tortura de reescrituras no para decir mejor lo que sentimos, sino para ajustarnos a lo que creemos que otros quieren leer. Y así se pierde la magia.
Pero escribir puede ser otra cosa. Puede ser un refugio, un espacio de pausa, un lugar donde la mente se encuentra consigo misma sin pretensiones. Puede ser un acto de curiosidad, de asombro, de humildad. Puede ser —y quizás solo así tiene sentido— un gesto de amor por el lenguaje y por lo humano. No escribimos para demostrar que somos buenos escritores; escribimos para comprender lo que nos pasa, para ponerle nombre a las sombras, para tocar con palabras las cosas que duelen, que asombran o que simplemente no sabemos cómo enfrentar.
Desde ese lugar, la escritura no busca premios ni aplausos. Busca verdad. Una verdad pequeña, personal, a veces tambaleante, pero verdad al fin. No se trata de llegar a una conclusión o a una gran idea, sino de permanecer en la pregunta, en el temblor, en la posibilidad. Escribir se vuelve entonces una forma de mirar mejor, de vivir más despiertos, de sentir con más profundidad lo que muchas veces dejamos pasar sin detenernos. En ese acto, uno no intenta gustar, sino entender. No intenta convencer, sino descubrir.
El único objetivo posible de la escritura debería ser, en ese sentido, la honestidad radical con uno mismo. Escribir como quien se confiesa sin testigos, como quien se desnuda ante sí mismo con la intención de entender sus propios silencios. Se escribe para saber quiénes somos, qué nos duele, qué buscamos, qué nos conmueve, qué partes de nosotros siguen rotas y qué otras ya han empezado a sanar. Se escribe, tal vez, para no olvidar que estamos vivos y que estar vivos duele, pero también brilla.
Y si al hacerlo alguien más, al leer esas palabras, siente que no está tan solo, que también a él le pasa eso que no sabe nombrar, entonces ocurre el milagro. No porque lo hayamos buscado, sino porque la verdad, cuando se dice con el corazón abierto, encuentra eco. No hay estrategia que sustituya eso. No hay técnica ni ambición que logre el efecto de una voz que escribe no para lucirse, sino para sostenerse.
Así, escribir se vuelve un lugar. Un lugar al que volver. Un espacio interior, íntimo, secreto si hace falta, en el que uno se encuentra con lo que es, sin máscaras ni exigencias. Un territorio donde la única meta es habitarse. Porque a veces no se necesita más. Porque, en este mundo saturado de ruido, de exigencias, de urgencias, escribir puede ser un acto de resistencia: contra la prisa, contra la falsedad, contra el olvido.
Y entonces, escribir no sirve para “llegar a” ningún lado. Sirve para quedarse. Para estar. Para ser. Y eso, en un mundo donde casi todo nos empuja a escapar de nosotros mismos, ya es demasiado.
Hola querido Raúl, Confío que estáis bien! Sobre su último cuento: Con el perrito sentí su escribir más despierto, y más aún ... pausado... Y si me llegó un humo de tristeza. (Que yo no dejo entrar...) Y seguí leyendo... Así... escribir es como hacer dibujos de personas en persona , de modelo vivo!!! Ahora voy a hacerme un autoretrato! XXX Grtjs