I
Dos palmaditas rápidas al colchón y Xan tomaba impulso. Sus patas resbalaban un poco en el piso antes del salto. Subía a la cama como un rayo.
Cuando no lo invitaban, fingía que no entendía y se asomaba con su carita de perro, haciendo fuerza con los ojos para que lo dejaran subir.
II
—Oye, María... ¿cómo llamaremos al cachorro?
—Seguro ya tiene dueño. No podemos dejarlo aquí.
—Pero tampoco dejarlo afuera. Mientras tanto, hay que llamarlo de alguna manera.
—Deben estar buscándolo.
—¿Y si nadie lo busca? Míralo, es precioso.
—Es diminuto.
—¿Y “Max”? ¿O “Roster”?
—Le quedan enormes.
—Algún día crecerá.
—Ponle como quieras. Siempre terminas haciendo lo que te da la gana.
—“Bolita” —sugiere ella, medio en broma.
—¿Cómo se te ocurre?
—Pues entonces ponle como quieras, tú mandas, ¿no?
—Está bien, mujer... ¿Y “Bolita de coco”?
—“Bolita de azúcar”.
—Mejor: “Algodón de azúcar”.
—¿Aún estás con el perro?
—Tienes razón. Necesita un nombre que lo represente.
—Ya te dije que hagas lo que te dé la gana.
—Creo que se llamará “Xan”.
María no respondió. Pero en su silencio ya estaba dicho todo.
III
Todos los cachorros corrían, chocando, cayéndose unos sobre otros.
—¡Abuelo, abuelo! ¿Es cierto que te peleaste con un lobo?
El viejo sonrió. Antes de contestar, habló la única cachorrita:
—¡No era uno! ¡Eran cinco! ¿Verdad, abuelo?
—Siete, en realidad.
—¡Yo se los dije!
—¿Y qué tan grandes eran, abuelo?
—Como automóviles. O más.
—¿Y tenían colmillos?
—Los más filosos que vi en mi vida.
—¿Y tú solo?
—Solo. Pero valiente.
—¿Y cómo los venciste?
—Soplé. Soplé con todas mis fuerzas. Y se fueron volando.
—¡Guau!
—¡Eres lo máximo, abuelo!
Xan estiró las patas y suspiró. Mentir era parte del juego.
IV
En el pueblo todos conocían a Xan. No solo al viejo.
Era de esos perros que acompañan, que cuidan, que curan el corazón.
Pero desde que María se fue, algo se apagó también en él.
Ya no lo subían al carro. Antes era el primero en subirse; había que bajarlo a la fuerza.
Ahora prefería la alfombra, esa que le quitaba el frío al piso y lo duro a los años.
V
El viejo solía rascarle entre las orejas y decirle:
—Oh, Xan.
Y él respondía con los ojos:
—Oh, viejo. Siempre haces lo que te da la gana conmigo también.
Pero ahora solo queda esperar. Y no morir de hambre.
El amo se había ido hacía una semana. Molesto. Le debían dinero.
Un trato de manos, sin papeles ni testigos.
Fue a buscar lo que le correspondía. Pero no volvió.
VI
Ella aún no salía del baño. Xan estaba echado frente a la puerta.
Ya no sonaba el agua. Él conocía los tiempos.
Pero algo olía distinto. Algo ácido.
Avanzó hasta la rendija inferior y olfateó.
Vómito. Metal. Algo seco y agrio.
Le preocupaba no haber comido antes de que entrara al baño.
Supo entonces que pasaría hambre hasta que volviera su amo.
VII
—Mujer, ¿a que no adivinas lo que me ha pasado?
¿Mujer?
Silencio.
—Xan, ¿dónde está María?
Pero el perro estaba demasiado triste para responder.
VIII
—Huele a gusano —dijo Xan.
—Es lo mejor que tenemos —respondió el viejo.
—Pero sigue oliendo a gusano.
—Es eso o morirse de hambre.
—María no lo hubiera permitido.
—Déjala descansar. Ya no suma ni resta. Solo pesa en el corazón.
IX
—Nos avisaron de un ejército de gatos —contaba Xan a los cachorros—.
Cientos. Del tamaño de hombres. Iban a quitarnos el campo.
—¿Y pelearon?
—Al final solo vino un gato barrigón.
—¿Y qué pasó?
—Que no era gato. Era gata. Y venía preñada.
Se nos fueron metiendo de a poco. Nadie quiso morder a los recién nacidos.
Crecieron entre nosotros. Sin miedo.
Hasta que un día empezaron a ladrar como perros.
X
El viejo comía su sopa. Miraba la silla vacía.
—María… Siempre haces lo que te da la gana. ¿Cómo se te ocurre morirte un martes?
Tiró un huesillo de pollo al suelo. Xan lo olfateó, lo chupó, y lo dejó.
—¡Diablos, mujer! Sabías que odiaba lavar los platos. Lo hacía solo para no verte enojada.
Se puso a restregar las ollas. La casa parecía más fría sin su voz contando esto o aquello.
XI
Después del almuerzo, sacó a Xan.
El perro olisqueó cada hoja del patio. Hacía sus cosas despacio, como si le doliera el mundo.
Antes andaba suelto todo el día.
Ahora el viejo lo quería cerca.
Le temía a otra pérdida.
Pero a Xan tampoco le quedaban muchas fuerzas.
Dormía cada vez más profundo. Esperando.
Esa noche ambos dormirían tanto que, en el sueño eterno, alcanzarían a María.
Y lo primero que escucharían al llegar al infinito sería su voz diciendo:
—Siempre haces lo que te da la gana.
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