Cerrar

Desdoblamiento protagónico

Este no es un relato cualquiera:
dista de ser una historia,
y está muy lejos de la ficción.
Apuntaremos, como entrada,
que se puede hablar de plumas
sin blandir referencia ornitológica;
un hombre puede estar cubierto de plumas
y no por ello ser un ave,
ni pretender serlo.
Una mano forrada en plumas
no es el extremo distante de un ala;
debemos concebir esfuerzos ingentes
para dejar de ver en las cosas
lo que de ellas imaginamos.

Esta es la historia de un hombre
que nunca quiso volar,
que no soñó con hacerlo
como todos los niños
en su germen de fantasía;
de un hombre que ama sus manos
porque mediante ellas puede escribir,
que odia el resto de su cuerpo
y lo admite como embalaje funcional.
Lo realmente valioso,
dentro de la historia que se cuenta,
es la gama de historias que aletean allí
sin ser contadas.
Queda por verse si la virtud
es más auténtica si se la desea
o si brota como un liquen,
pero no será acá
—entre plumas, manos, vidrios, nostalgias—
que se aborde ese asunto;
para todo hay límite
y el grafito no se mueve a voluntad.

***
El hombre se llama Daniel,
y anhela que, espontáneamente,
su cuerpo se cubra de plumas
para esconder del todo sus costillas.
Cree que los sentimientos
se alojan en la región pulmonar,
y la idea de cobertura
le resulta esperanzadora.

Primero,
los sentimientos son de existencia privada
y deben alejarse del vidrio y la nostalgia,
así que darles techo
le resulta prioridad
a este Daniel que duerme
más lejos de sí mismo
que de otro cualquiera.

Segundo,
el pecho humano
es una mandarina descascarada,
tenue,
débil,
vergonzante, incluso;
un ridículo corsé de carne y hueso,
listo para ser atravesado
sin ofrecer mediana resistencia;
de ahí la ventaja del camuflaje pretendido.

***
Una bomba explota en Katmandú
y las cenizas caen
sobre un muelle de Trípoli.
Esto ocurre en el dorso del mundo,
muy lejos del lugar
donde Daniel acuña su delirio.

La caída de la ceniza
es una forma de vuelo
y, por eso, él la repudia.
No quiere volar,
no pretende volar,
y la idea le construye
múltiples cuotas de repugnancia;
las alas son brazos emplumados
que con insolencia desafían la gravedad.
¡Malditos sean los excesos!

Desde Trípoli zarpa el sicario
que en San José ajusticiará
al armador del explosivo.
El sicario es Daniel,
el ajusticiado, también.
Y si quisiéramos hilar
con extremo detalle,
pensaríamos ahora
que la bomba no explotó
simplemente porque sí.
Un tercer Daniel,
que es el mismo conocido,
fue quien hundió el botón,
encendió la mecha,
o dejó caer el paquete.

Nos aguarda un enorme esfuerzo
en el abordaje de la coexistencia
entre causa, remedio y desquite.
Causa, la explosión;
remedio, el tiroteo;
desquite, una muerte que culmina
en otras doscientas ocho.
Todo bajo un solo hombre
y un solo nombre;
uno que añora las plumas
para volverlas escondite
de huesos y delirios.

Quien mató, mata
y resulta muerto,
en un viaje intercontinental
que confunde sitios con episodios;
porque un lugar no es un espacio
sino la nostalgia que lo construye.

Por eso, aquí,
un solo hombre
hace que varios lugares
sean el mismo.
Foto de Gustavo Arroyo

Gustavo Arroyo

Escritor y abogado. Cofundador del Conversatorio Poético Ceniza Huetar y parte del Taller-Laboratorio Tráfico de Influencias del Ministerio de Cultura y Juventud en 2013. Ha integrado en tres ocasiones el jurado del Certamen de Poesía Lisímaco Chavarría Palma.

Deja un comentario