Primer recuerdo
Cuando yo era niño en mi casa solo existían tres libros: un diccionario, una enciclopedia y un librito de cuentos infantiles. Así lo recuerdo. Caminaba yo de la sala al escritorio. Abría la segunda gaveta grande: la tercera de arriba para abajo si contamos la pequeñita, que pertenecía exclusivamente a mi madre. Y salía un olorcillo a moho del que siempre fui alérgico. Ese olorcillo no provenía de la gaveta en sí, sino de los libros que para entonces ya eran viejos. Tomaba el de cuentos y me sentaba en el suelo, a veces en la silla y rara vez salía de la salita donde estaba el escritorio. Nunca pensé en ir al patio a sentarme bajo algún árbol. La lectura no era, en ese entonces, un juego más. Era algo extraño que solo se hacía cuando el aburrimiento era grande. Pero vaya que disfrutaba de leer. Los cuentos cortos fueron los que más veces terminé. Pero las historias largas, inmensas a mi parecer aunque solo se extendían tres o cuatro páginas, fueron las que más placer me dieron. Por fortuna siempre existieron momentos grandes de desocupación. La enciclopedia y el diccionario incluso llegué a usarlos en la secundaria para la clase de español. Y aunque me parezca que forman parte de otra época, casi otra vida, estos dos libros aún sobreviven en algún rincón de la casa de mi madre. No sé dónde fue a parar el librito de cuentos. Prefiero pensar que era un objeto mágico que estuvo presente en mi vida en el momento apropiado. Y después fue a parar a la gaveta de algún otro niño. Tendría en ese entonces ocho o nueve años. Y era feliz. La casa donde vivíamos era vieja, la construyó mi abuelo y allí creció mi madre. Había goteras y cuando hacía mucho viento, había que trepar al techo con un pesado bloque de cemento para ponerlo sobre el zinc y evitar así que este se soltara. A veces tocaba hacerlo bajo la lluvia, pero cuando yo lo hacía, lo hacía riendo. Y mi mamá se reía también desde abajo. No sé si esto por dentro le entristecía, nunca lo demostró y yo no lo creo. Bajo ese zinc oxidado, estaban dos cuartitos pequeños que nos servían de bodegas. Uno para cosas que no se ocupaban y otro para las que con frecuencia buscábamos. Allí estaba el «balde de los clavos», donde se encontraban tornillos, tuercas y clavos de todos los tipos y tamaños. Un día mi padre, que trabajaba haciendo una construcción cerca de la casa, me mandó a llamar y me pidió que buscara cien clavos de una pulgada en el balde de los clavos. Yo dije que sí con la cabeza y salí corriendo a buscarlos. Fui derecho a la bodega y saqué el pesado balde. Comencé a escarbar entre los tornillos con uno largo y hasta entonces comprendí que yo no sabía cuáles eran los clavos de una pulgada. No tuve más opción que acudir a mi mamá, porque devolverme donde mi padre sin los clavos, pensaba, era imposible. Aun así, resultó que mi madre tampoco sabía cuáles eran esos clavos de una pulgada y, igual que yo acudí a ella, ella acudió a mi abuela, que vivía muy cerca. Llevamos varios clavos para que nos dijera cuál era el correcto. Mi abuela tomó uno de ellos, luego otro y otro más. Hasta que por fin dijo que creía que ese era el adecuado. La explicación que nos dio fue convincente. Mi madre se quedó con mi abuela y yo me devolví a la casa a buscar los clavos. Llegué a toda prisa y mi hermana me vio. Se preocupó por mi agitación y le expliqué entonces que papi ocupaba cien clavos de una pulgada. De los que ahora tenía un ejemplar. Y que los necesitaba cuanto antes. Mi buena hermana se fue conmigo a buscar clavos al balde de los clavos. A media tarea me levanté para ir al baño y cuando regresé, ya estaban los cien clavos en una bolsa. La tomé a toda prisa y me fui corriendo donde mi padre. Llegué jadeando y, al darle los clavos, arrugó el entrecejo. No eran los clavos correctos. Por suerte ya habían conseguido clavos en otra parte. Entonces me devolví un poco avergonzado. No recuerdo si con los clavos en la mano derecha o izquierda. No le dije a mi hermana del error. Ni a mi madre. Ni a mi abuela. Vacié los clavos en el balde de los clavos y acaricié al gatito que dormía en la bodega de las cosas que sí se utilizaban. Era una cría apenas. Su madre estaba afuera. Quizá comiendo. Su madre era una perrita blanca llamada Chispita. Recuerdo cuando adoptamos esa perrita. Una señora del barrio llegó a la casa de mi abuela con la cachorrita. Era la primera vez que yo veía un perro blanco y no sabría explicar la envidia que me dio que aquella señora tuviera un animal tan hermoso. Pero la fortuna estaba de mi lado: la señora andaba buscándole casa al animalito. Cuando vi que mi madre salió de la casa de mi abuela sosteniendo la correa, no se me ocurrió que desde ese momento la perrita sería nuestra mascota. Estaba yo demasiado pequeño para apreciar detalles y tan solo me acuerdo que al llegar a la casa nos dimos cuenta que no sabíamos cómo se llamaba. Mi madre me dio la correa para que cuidara la cachorrita mientras ella iba a preguntarle a la señora, si esta no se había ido ya, que cómo se llamaba. Desde la casa pude escuchar cuando dijeron el nombre: "Chispita". De manera que
cuando mi madre llegó de nuevo donde estábamos nosotros, yo ya había llamado a la perrita por su nombre muchas veces. No me di cuenta cuando creció tanto como para terminar preñada. Ni tenía yo la menor idea de lo que era ello. Por suerte cuando uno es niño no capta todos los hechos, pues me hubiera desanimado saber que Chispita perdió su cría. Y no tuve ninguna alteración en mi pensamiento cuando me dijeron que ella era la madre de un gatito. Y por qué dudarlo si ahí estaban acostados en la bodega y el gatito mamaba de sus tetillas. Yo lo vi y nadie me podía decir que los perros no eran los padres de los gatos. ¿De dónde salió el gatito? Eso pregunto ahora y nadie me responde.
cuando mi madre llegó de nuevo donde estábamos nosotros, yo ya había llamado a la perrita por su nombre muchas veces. No me di cuenta cuando creció tanto como para terminar preñada. Ni tenía yo la menor idea de lo que era ello. Por suerte cuando uno es niño no capta todos los hechos, pues me hubiera desanimado saber que Chispita perdió su cría. Y no tuve ninguna alteración en mi pensamiento cuando me dijeron que ella era la madre de un gatito. Y por qué dudarlo si ahí estaban acostados en la bodega y el gatito mamaba de sus tetillas. Yo lo vi y nadie me podía decir que los perros no eran los padres de los gatos. ¿De dónde salió el gatito? Eso pregunto ahora y nadie me responde.
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